Dr. Luis Prudent*
La pandemia producida por el virus COVID-19, que se inició hacia fines del 2019 en China, nos ha puesto frente a dilemas éticos y conflictos de diverso tipo que no se nos habían planteado nunca antes en nuestro ejercicio profesional.
Haciendo un repaso de estos intensos meses recordaremos que en los comienzos de la epidemia en Europa uno de los problemas más acuciantes fue el de la disponibilidad de recursos tanto humanos como tecnológicos como consecuencia de la saturación del sistema hospitalario. Esto obligó, en muchos casos, a tener que decidir qué pacientes recibirían cuidados intensivos separándolos de aquellos que por la gravedad de la infección, avanzada edad, comorbilidades u otros factores serían acompañados a morir.
Como una de las maneras de aliviar a los profesionales que actúan “en el frente” en la toma de decisiones tan complejas, múltiples sociedades científicas del mundo produjeron guías-recomendaciones ad hoc. La discusión de estos documentos en los comités de ética y su difusión entre los profesionales ha sido amplia pero su real aplicación y utilidad en la práctica se desconoce.
Un hecho que debieron enfrentar las autoridades sanitarias y los centros asistenciales fue contar con la disponibilidad en tiempo y forma de adecuados equipos de protección personal. para los miembros del equipo de salud. Aunque con cierta demora y marcadas diferencias regionales, este problema se ha logrado solucionar. Estas medidas de protección obligan a los profesionales y especialmente al personal de las terapias intensivas a transcurrir su jornada laboral “encerrados” en estos indispensables pero incómodos equipos que, además, interfieren en la relación con los pacientes y sus familiares, en la que lo gestual es un aspecto esencial en la comunicación.
La limitación o prohibición de visitas a los pacientes añadió un componente dramático al que de por sí se vive en ese ambiente de trabajo marcado por la urgencia y la ausencia de certezas acerca de una enfermedad que se fue aprendiendo a conocer sobre la marcha. En este contexto, la contención de los pacientes y sus familias se ha tornado un problema extremadamente complejo con la consecuente repercusión emocional en los profesionales.
Un tema que produjo perplejidad seguida de indignación ha sido que, a pesar del declamado reconocimiento a los miembros de los equipos de salud y a las manifestaciones públicas de apoyo a su sacrificada labor, muchos de sus miembros sufrieron actos de hostilidad por parte de vecinos, temerosos de ser contagiados por ellos. Surge con este ejemplo lo que Albert Camus tan bien describe en su libro La Peste y es que en estas situaciones límite emerge lo mejor pero también lo peor de los seres humanos.
Hemos tenido, asimismo, un sinnúmero de dilemas y controversias relacionados con la investigación en clima de pandemia ya que las mismas deben ser realizadas en un contexto que dista de ser el ideal. La necesidad de encontrar tratamientos “salvadores” llevó a la realización de trabajos, en su mayoría carentes del diseño correcto y, por lo tanto, incapaces de dar respuestas confiables.
Baste como ejemplo el del uso de drogas tales como la hidroxicloroquina, supuestamente benéfica, que mostró no solo su falta de efectividad sino efectos secundarios serios cuando fue sometida a estudios controlados, aleatorizados, doble ciego. Este tipo de estudios, indispensables para probar la eficacia y seguridad de las intervenciones, fue en muchos casos soslayado en el afán por encontrar soluciones urgentes. Este preocupante escenario llevó progresivamente a los comités de ética en investigación a ser cada vez más estrictos en la aprobación de protocolos y a las revistas científicas en los criterios de selección de trabajos con el fin de evitar que el dramatismo de la pandemia influyera en las decisiones sobre su publicación.
Los aspectos científicos y éticos relacionado con la investigación en vacunas para COVID-19 merecerían una discusión especial.
Intentaré sintetizarlo señalando que todo el proceso de investigación básica, experimentación temprana en voluntarios sanos, ante la ausencia de un modelo en animales, y los ensayos clínicos de vacunas para COVID-19 se ha acortado a límites impensables antes de la pandemia y que, por lo tanto, tendremos que aceptar que los márgenes de seguridad no podrán ser los mismos que tuvieron las vacunas más tradicionales.
En cuanto a su eficacia, si bien se tendrá información sobre algunos aspectos de la protección que ofrecen, no se conocerá la duración de la misma hasta tanto no se hayan estudiado los niveles de anticuerpos y otros indicadores de inmunidad en los sujetos de los estudios en plazos no inferiores a uno o más años. Es alentador saber, sin embargo, que el virus ha tenido mínimas mutaciones desde su irrupción en China y que, por lo tanto, las vacunas en estudio deberían, en teoría, ser eficaces.
Un interrogante que se plantea es acerca de qué criterios se aplicarán para la distribución de las vacunas una vez que las mismas estén disponibles ya que es inimaginable que en un plazo breve existan suficientes dosis para ser aplicadas a toda la población del mundo.
Algunas de las preguntas que surgen son: ¿se establecerán prioridades?, ¿quién o quiénes lo decidirán?, ¿qué criterios serán aplicados?, ¿qué peso tendrán las “fuerzas del mercado” y las decisiones políticas? Con casi 200 proyectos y más de 40 ensayos clínicos en marcha, podemos inferir que la competencia y los intereses económicos y políticos en juego serán muy elevados. Qué papel jugarán en este escenario los diferentes gobiernos, la Organización Mundial de la Salud (OMS-WHO), UNICEF y otras organizaciones no gubernamentales del mundo es una pregunta clave que tampoco tiene respuesta. Estos interrogantes plantean numerosas cuestiones éticas que están siendo discutidas paralelamente a los avances científicos y tecnológicos.
Sobre lo que no se han producido controversias es acerca de que los miembros de los equipos de salud deberían ser la población prioritaria para recibir la vacuna. Las discusiones sobre este tipo de decisión se centran sobre si el principio que lo justifica es de tipo retributivo, por los abnegados y riesgosos servicios que los mismos prestan, o porque la población los necesita para mantener el sistema de salud con un alto grado de eficiencia (criterio pragmático). En ambos casos la prioridad está ampliamente justificada.
Con respecto a otros criterios, se menciona su aplicación a la población de más de 70 años y a otros grupos vulnerables, pero esto estará sujeto a aspectos que aún no podemos anticipar y que, seguramente, tendrán una amplia variabilidad regional. ¿Cuándo recibirán vacunas los países de bajos ingresos y cómo se logrará hacerla accesible a áreas rurales o remotas? son otros de los interrogantes.
Hay un aspecto de la ética, que algunos autores han denominado “ética de la incertidumbre”, y que pocas veces puede ser mejor aplicada a lo que estamos viviendo. Un reciente artículo refleja el problema con el sugestivo título: COVID-19: Navigating the Unchartered (Navegando sin cartas de navegación).
Afortunadamente contamos con algunas certezas. La más importante es que el compromiso de toda la comunidad con las medidas preventivas para evitar la difusión del virus es el elemento esencial. El distanciamiento social posible, el uso correcto de máscaras-barbijos de buena calidad (con algunas resistencias infundadas) y el lavado frecuente de manos son acciones de prevención probadamente eficaces.
Un aspecto vinculado a la ética comunitaria es que estas medidas preventivas no tienen la misma posibilidad de cumplimiento en todos los estratos de la sociedad ya que el nivel educativo, las condiciones de vivienda, el número de personas que cohabitan, la disponibilidad de agua potable y otros servicios básicos las comprometen seriamente.
La pérdida de trabajo productivo y la crisis económica durante este periodo contribuyen a agravar situaciones preexistentes.
En este contexto tan complejo deberemos transitar los próximos meses. La primavera y el cercano verano presentan un gran desafío en cuanto al cumplimiento de las medidas dirigidas a evitar una diseminación aun mayor del virus.
La experiencia en Europa demuestra que el relajamiento de estas medidas durante el verano está produciendo una segunda ola de contagios con la consiguiente saturación del sistema de salud, especialmente en Italia y España, países con estilos y conductas parecidas a las nuestras.
Es crucial en esos momentos hacer los máximos esfuerzos con la esperanza fundada de que dispondremos, en un futuro no demasiado lejano, de vacunas eficaces que harán posible controlar la pandemia lo que nos permitirá volver, de manera progresiva, a una vida menos azarosa.